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ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660 – DOI: https://doi.org/10.14201/teri.26668

Subjetivación y existencialismo en la Teoría de la Educación contemporánea

Subjectification and Existentialism in Contemporary Educational Theory

Stefano OLIVERIO

Universidad de Nápoles Federico II. Italia.

stefano.oliverio@unina.it

https://orcid.org/0000-0001-9440-5516

Fecha de recepción: 09/06/2021

Fecha de aceptación: 01/08/2021

Fecha de publicación en línea: 01/01/2022

Cómo citar este artículo: Oliverio, S. (2022). Subjetivación y existencialismo en la Teoría de la Educación contemporánea. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 34(1), 11-32. https://doi.org/10.14201/teri.26668

RESUMEN

En el presente artículo, profundizaré en el neoexistencialismo contemporáneo en la teoría educativa, explorando las razones que han recomendado el redescubrimiento de una postura existencialista en nuestra época, el significado de estos esfuerzos para las iniciativas contemporáneas, así como la forma en que se ha concretado el impulso existencialista. En particular, tras situar el neoexistencialismo actual en el contexto del existencialismo educativo de mediados del siglo XX y tras precisar su actualidad como respuesta al dominio neoliberal sobre la educación, me centraré en dos modelos: la «subjetivación» y el «aprendizaje existencial»; y mostraré que en última instancia representan dos opciones pedagógicas alternativas. Sin embargo, sostendré que esta diferencia no excluye la posibilidad de que ambos modelos puedan (y quizás deban) desplegarse en los escenarios contemporáneos para contrarrestar la invasión del capital humano en la educación, operando en diferentes dimensiones de la educación y en respuesta a diferentes tareas educativas. De hecho, juntos pueden permitirnos re(des)cubrir la educación como una aventura.

Palabras clave: existencialismo; aprendificación; aprendizaje liberal; subjetivación; Biesta; Bollnow; Arcilla.

ABSTRACT

In the present paper, I will investigate contemporary neo-existentialism in educational theory, by exploring the reasons which have recommended the rediscovery of an existentialist stance in our age, the significance of these endeavours for contemporary undertakings and also the manner in which the existentialist thrust has been spelled out. In particular, after situating present-day neo-existentialism against the backdrop of the mid-20th century educational existentialism and after specifying its topicality as a response to neoliberal stranglehold on education, I will focus on two models
— «subjectification» and «existential learning» — and show that they ultimately represent two alternative pedagogical options. However, it will be argued, this difference does not exclude the possibility that both models can (and perhaps must) be deployed in contemporary scenarios to counter the human capital invasion of education, by operating in different dimensions of education and in response to different educational tasks. Indeed, together they may allow us to re(dis)cover education as an adventure.

Key words: existentialism; learnification; liberal learning; subjectification; Biesta; Bollnow; Arcilla.

1. Introducción

En este artículo me propongo analizar algunos motivos y temas existencialistas que surgen en el debate educativo contemporáneo en oposición al discurso dominante del aprendizaje, la «era de la medición» (Biesta, 2010), con su énfasis en las prácticas impulsadas por los exámenes, y lo que se ha denominado amablemente «la invasión del capital humano en la educación» (Saeverot, 2013, p. 1).

No se trata de hacer un repaso enciclopédico de todos los autores (ni siquiera de los más relevantes) que han propuesto una comprensión existencial de la educación, sino de señalar las razones que han impulsado el redescubrimiento de una postura existencialista en la teoría de la educación en los escenarios actuales, el significado de estos esfuerzos para las iniciativas contemporáneas y también la forma en que se articula el impulso existencialista, en la medida en que (a pesar de algunas «afinidades presumiblemente electivas») podamos indicar al menos dos posturas principales en la educación existencial. En efecto, los parecidos de familia detectables (en la invocación de una educación existencial) no deberían llevarnos a agrupar de forma indiscriminada ideas que insisten en puntuaciones parcialmente diferentes, y esta labor de distinción no es un mero ejercicio de precisión académica, sino que puede servir para poner en marcha diferentes dispositivos conceptuales en respuesta a diferentes tareas educativas.

Como debería resultar evidente en la siguiente argumentación, no se trata tanto de un renacimiento existencialista en el sentido de una moda académica o intelectual o de un redescubrimiento de una escuela filosófica, sino de la necesidad de perfeccionar herramientas conceptuales y formas de cuestionamiento que nos permitan concebir y practicar la educación sin ceder al dominio de algunas formas imperantes del discurso pedagógico que corren el riesgo de desfigurar la educación o, en palabras más cautas, de reducir drásticamente su alcance. Desde esta perspectiva podríamos hablar (un poco con humor y haciendo una reverencia a Derrida y a Kant) de un «tono existencialista adoptado recientemente en la teoría educativa» e investigar los esfuerzos, por un lado, para desligar la teorización educativa de las garras de la aprendificación, es decir, según las ilustres palabras de Biesta (2010, p. 18), «la transformación del vocabulario para hablar de la educación en uno de ‘aprendizaje’ y ‘alumnos’»; y, por otro lado, para concebir pedagogías que abandonen la retumbante insistencia en las competencias, los resultados del aprendizaje, la resolución de problemas y palabras clave similares y, principalmente, de la visión de la realidad humana que respaldan.

La argumentación se desarrollará en tres pasos: en primer lugar, en el segundo apartado, esbozaré, a grandes rasgos, a qué responde la apelación actual a los temas existenciales y si está conectada, y en qué medida, al existencialismo pedagógico de mediados del siglo XX; además, en el tercer y cuarto apartado, presentaré dos modalidades de la llamada contemporánea a la educación existencial (la subjetivación y el aprendizaje existencial) que, a pesar de algunas similitudes relevantes, apuntan a dos modelos distintos en última instancia; finalmente, en el apartado de conclusiones, comentaré las diferencias entre ambos modelos e indicaré las respectivas tareas a las que responden.

2. ¿Un giro neoexistencialista en la teoría educativa?

Revisando la muy influyente teoría de Gert Biesta sobre la enseñanza y, en general, comentando el tipo de teorización que el pedagogo holandés ha venido desarrollando en los últimos quince años, Erwin Terhart (2018, pp. 480-481) ha hablado de una especie de «neoexistencialismo» y ha señalado su linaje desde la postura defendida, en los años 50-60, por Otto Friderich Bollnow, a pesar de que este autor no aparece en la rica panoplia de fuentes reunidas por Biesta.

Aunque Terhart no profundiza en esta sugerencia, puede servir de punto de partida al argumento aquí propuesto. De hecho, la obra de Bollnow representa probablemente el esfuerzo más sustancial con el existencialismo en la teoría de la educación, y al esbozar las especificidades de la recuperación contemporánea de los temas existencialistas con el telón de fondo de su obra puede proporcionar una perspectiva desde la que mirar tanto las continuidades como las novedades del neoexistencialismo actual.

Sin poder examinar en detalle el complejo dispositivo conceptual de Bollnow, me limitaré a señalar algunas características principales. En primer lugar, hay que señalar que la apelación al existencialismo en Bollnow fue todo menos una jugada evidente. Por un lado, unos años antes de establecer un vínculo entre el existencialismo y la teoría educativa, Bollnow (2011) había hecho un llamamiento a una «superación del existencialismo» a través de la reactivación de un vocabulario de esperanza, confianza, coraje tenaz y gratitud en contraste con el de la ansiedad, la náusea y el absurdo típico del talante existencialista. Contra esto último, Bollnow insistió en la necesidad de una neue Geborgenheit, un renovado sentimiento de seguridad y de sentirse como en casa dentro del mundo. Por otro lado, Bollnow (2014a) fue clarividente al detectar lo que había dificultado cualquier relación íntima entre el existencialismo y la teoría de la educación: estos se habían ignorado mutuamente no solo por la falta de interés en las cuestiones pedagógicas por parte de los representantes del existencialismo sino, más fundamentalmente, porque este último había elaborado una visión del ser humano en la que no tenían cabida algunos de los conceptos fundamentales del discurso educativo clásico. En efecto, en la medida en que la idea de existencia se refiere a un «movimiento» que se «ejecuta» solo en el instante y los procesos vitales de desarrollo y estabilidad existencial pertenecen, en cambio, en última instancia, a formas de vida inauténticas, el discurso existencialista parece atacar la noción clave de la tradición educativa, la de «educabilidad» (Bildsamkeit), que exige como presupuesta esa continuidad y avance constante que el existencialismo rechaza.

Tanto si se basa en la metáfora del crecimiento orgánico como en la de la artesanía, el discurso pedagógico clásico postula un desarrollo temporal, que se opone a la comprensión existencialista de la condición humana: en efecto, el existencialismo surge como una filosofía de la crisis y el énfasis en lo que rompe y pone en discusión las manifestaciones normalmente desarrolladas de la vida humana sigue siendo una marca de su empuje filosófico. Podemos plantear la cuestión de Bollnow de forma aún más contundente: para el talante existencialista cualquier continuación normal de la vida humana señala que se ha quedado atrapada en incrustaciones inauténticas que ocultan la falta de fundamento de la existencia; esto apela a una de-cisión siempre renovada (algo que cercena lo que está muerto e inerte) en lugar de a un movimiento constante de avance. La temporalidad «decisionista» de la existencia es, en última instancia, irreconciliable con la temporalidad progresiva de la educación.

La jugada ingeniosa de Bollnow consiste en reconocer esta diferencia entre el discurso educativo clásico y el existencialismo, sin hacer de ella, sin embargo, la razón de una expulsión del segundo del primero, sino basándose en esa divergencia como una forma de complementar la teorización educativa tradicional. Si esta se concentró en las formas continuas de educación, el existencialismo puede abrirnos los ojos a las formas discontinuas, es decir, las que se obtienen cuando se interrumpe el curso habitual de la vida y se llama a una revisión de la propia existencia. La referencia es a los momentos críticos: el adjetivo se refiere tanto a los periodos de crisis, marcados por la ruptura de los marcos asumidos en los que operamos, como al hecho de que apelan a una actitud crítica que tamiza las posiciones que se han quedado anquilosadas y, por otro lado, promueven un rejuvenecimiento de nuestro ser en el mundo (Bollnow, 2014b, esp. pp. 154 y ss.).

En la interpretación que aquí se propone, esta lógica del complemento tiene un doble efecto: en primer lugar, amplía el alcance de la reflexión educativa, al conceder (por la vía del existencialismo) una dignidad teórica a formas de educación no acogidas fácilmente en el discurso clásico; y, en segundo lugar, impide capitular al talante existencialista, según el cual todas las formas continuas deben considerarse, en última instancia, la manifestación de una existencia inauténtica. De hecho, Bollnow no deja de reivindicar la validez también de las «viejas» formas continuas de educación, ya que las nuevas comprensiones que ofrece una pedagogía existencialista no agotan la realidad humana en su conjunto y el concepto (continuista-evolutivo) de educabilidad mantiene su valor al igual que todos aquellos procesos educativos que se construyen de forma continua (Bollnow, 2014a, p. 17).

Bollnow logra un astuto equilibrio entre la teoría educativa tradicional y el existencialismo: la primera sale enriquecida, en la medida en que encuentra una forma de abordar los fenómenos, cuyo tenor educativo no se puede contradecir, pero no se puede leer en términos del vocabulario consolidado de la educabilidad; la segunda resulta ser significativa también para el ámbito educativo, pero se circunscribe en su impulso: de hecho, si nos pone frente a experiencias cruciales de nuestro ser en el mundo, no puede pretender que las experiencias que nos ayuda a reconocer sean las únicas genuinamente educativas.

Los motivos bollnowianos pueden resonar de hecho en el neoexistencialismo contemporáneo, como ha sugerido Terhart: pensemos, por mencionar solo un par de cuestiones, en el enfoque en las formas discontinuas de la educación, que puede leerse en la apelación a una «pedagogía de la interrupción» (Biesta, 2006, 2010), o en el énfasis en el riesgo como «un momento esencial de la educación» (Bollnow, 2014a, pp. 133 y ss.; véase también Biesta, 2014). A pesar de estas afinidades, no podemos resistirnos a la impresión de que el neoexistencialismo actual surge dentro de una constelación diferente y se sustenta en una Stimmung distinta. En este sentido, no es de extrañar que su acento recaiga menos en la cuestión de las formas discontinuas que en la de la verdad subjetiva. Herner Saeverot (2013) ha impulsado con fuerza este punto, retratando contextualmente las razones por las que la apelación a la educación existencial es tan urgente:

[L]a educación existencial no consiste en obtener la verdad objetiva, sino en obtener la verdad subjetiva. Una premisa de la verdad subjetiva es que nunca podemos imponer a otro un significado, una persuasión o una creencia. El alumno debe más bien apropiarse de la comunicación existencial del profesor, convertirla en algo subjetivo y personal, no solo para pensar de forma diferente, sino para empezar a actuar también de forma diferente. Así, la noción de educación existencial contrasta con la teoría del capital humano, que se está extendiendo en el panorama político y educativo actual (p. 1)[1].

El contexto de la insurgencia del tono neoexistencialista es, por lo tanto, diferente del que se produjo en los años 50-60, cuando el compromiso con el existencialismo pretendía fundamentalmente ampliar el alcance del discurso educativo tradicional albergando algunas experiencias educativas que no entraban en el dominio de las prácticas pedagógicas clásicas. En la situación actual, la apelación a un vocabulario existencial está motivada por una lucha contra la apropiación y la colonización de la teorización y la práctica educativas por parte del neoliberalismo:

Así, el neoliberalismo sigue amenazando a las democracias liberales y sigue interesado en el hiperindividualismo, la competencia y los enfoques instrumentalistas de la educación. Sin embargo, no se trata solo de interés, el neoliberalismo está obsesionado con la educación, obsesionado con la medición y la cuantificación, siendo la finalidad de la educación la creación del trabajador del conocimiento: el control definitivo del poder democrático es la educación. […] (Howard et al., 2021, pp. 1-2).

La recuperación de los motivos existenciales es la reivindicación de que

la educación es una cuestión de existencia, de relacionalidad, de preocupaciones morales y humanas comunes, de preocupaciones por aquello que trasciende lo humano, por la vida como condición humana. La pedagogía no se trata meramente de estrategias de instrucción, sino de una práctica integrada orientada a la vida del niño y del joven en una sensibilidad reflexiva de aquello que redunda en su mayor interés (Ibíd., p. 2).

Esta movilización de temas existenciales no debe considerarse como una evasión de la dureza del mundo real hacia el ámbito de la vida interior. En efecto, esto traicionaría el vocabulario de la existencia, que no es el de un mundo interior, sino el de una relación con el mundo.

Abogar por una postura existencial significa, además, esforzarse por sacar algunos conceptos de su apropiación neoliberal y devolverles un sentido genuinamente educativo. Como subraya sagazmente Saeverot (2013, pp. 2 y ss.), los tres lemas del lenguaje neoliberal (libertad, elección y responsabilidad), que pervierte en ideas orientadas en última instancia a la economía y convierte en los ejes de una promoción del alumno como empresario, tienen acepciones totalmente diferentes, si se abordan a través de una lente existencialista. Por razones que se introducirán en el siguiente apartado, podemos incluso aventurarnos a decir que la clave existencial les otorga por sí sola esos valores educativos que el neoliberalismo les arrebata:

Como consecuencia de la mentalidad del capital humano hemos llegado a una forma de educación deseducativa, en la que los alumnos son esclavos de la sociedad y sus intereses. [...] Debido a su fuerte uniformidad, a su condicionamiento económico e instrumental, que en última instancia trata a los alumnos como objetos, la mentalidad del capital humano contradice la existencia humana. Por lo tanto, es importante volver a conectar con el existencialismo en la educación, algo esencial si tenemos en cuenta que el existencialismo siempre ha representado una expresión crítica de tales formas de objetivar a las personas (Ibíd., pp. 3-4).

Se podría argumentar legítimamente que, por lo tanto, no nos hemos alejado demasiado de Bollnow y de su esfuerzo por hacer que el existencialismo filosófico sea relevante para la teoría educativa. De hecho, una interpretación plausible del existencialismo (la versión del siglo XX en particular) lo ve como una respuesta a lo que en la cultura alemana se llamó die totale Verwaltung, el mundo convertido en algo sometido a una gestión total. Y, sin embargo, debemos apreciar la nota distintiva que resuena en el neoexistencialismo contemporáneo, con su énfasis en la cuestión de la condición de sujeto. En los dos apartados siguientes, analizaré dos modos en los que se ha llevado a cabo esta reivindicación de la educación existencial y la verdad subjetiva. Si bien comparten algunas preocupaciones comunes en referencia a la escena educativa contemporánea y a los retos de la sociedad, estos modos pueden representar dos formas alternativas de abordar la cuestión de la condición de sujeto y, como he dicho antes, pueden interpretarse como una respuesta a tareas educativas posiblemente diferentes, aunque dentro de una concordancia de inspiración.

3. La subjetivación y la educación existencial frente al discurso del aprendizaje

Al introducir su invitación a una visión existencial de la educación, Saeverot (2013) la opone a la «pedagogía biológica, que pone un énfasis unilateral en el desarrollo de habilidades» y que resulta en «una forma de existencia solitaria o no relacional» y en una visión del sujeto como «completamente determinado por [sus] habilidades: [su] herencia biológica» (p. 2).

Podemos profundizar en esta idea mostrando el íntimo vínculo que existe entre una perspectiva «biológica» en última instancia y el énfasis contemporáneo en el aprendizaje. Con este telón de fondo, se destacará mejor la importancia de la noción de subjetivación, considerada aquí como una de las principales manifestaciones del «neoexistencialismo» contemporáneo.

Me inspiraré en una sugerencia de Jan Masschelein (2001), según la cual deberíamos enfocar el bombástico énfasis en que nuestra sociedad es una sociedad de aprendizaje a través de la lente de la fenomenología tripartita de la vida activa de Hannah Arendt (1958) y de su comprensión de la sociedad moderna como una sociedad de trabajadores, es decir,

la forma en la que el hecho de la dependencia mutua por el bien de la vida y nada más asume un significado público y en la que se permite que las actividades relacionadas con la mera supervivencia aparezcan en público (p. 46).

En esta línea, debemos reconocer que

el discurso de la sociedad de aprendizaje es al mismo tiempo un efecto y un instrumento de la victoria del animal laborans. El discurso objetiviza y problematiza la realidad educativa en términos de ‘aprendizaje’ (y de ‘aprender a aprender’) y no de enseñanza: y este aprendizaje (aprender) se considera al mismo tiempo como el principio organizador de la sociedad, lo que significa, entre otras cosas, que todos los miembros (y ciudadanos) de dicha sociedad se definen principalmente como aprendices permanentes. […] (Masschelein, 2001, p. 2).

La conclusión del pedagogo belga es que

este discurso, por un lado, expresa lo que quiero llamar la ‘lógica de la vida misma’ o la ‘lógica de la supervivencia’, es decir, un imperativo zoológico, mientras que, por otro lado, da forma a esa lógica y hace que cobre vida. [...] Podríamos decir que la sociedad de aprendizaje es la organización pública del proceso de vida del individuo y de la ‘humanidad’ definida como especie de aprendizaje (Ídem).

Con este telón de fondo, podemos ver la verdadera esencia del mantra sobre el aprendizaje (aprender): lo que está en juego es dotar a los alumnos (convertidos significativamente en aprendices) de aquellas habilidades conductuales y cognitivas que les permitirán hacer frente y adaptarse con flexibilidad a entornos en constante cambio. La referencia a la noción de «entorno» es todo menos anodina. En un curso que hizo época, Heidegger (1992, pp. 344 y ss.) opone estrictamente mundo (Welt) y entorno (Umwelt), siendo este último propio de los animales en tanto que son «pobres en mundo»: a través de su trabajo habitual sobre el lenguaje, y en particular sobre la palabra alemana para designar el comportamiento (Benehmen), Heidegger sostiene que vivir en un entorno es una forma de cautiverio tórpido (Benommenheit), que es una forma de expresar el hecho de que implica un ser atrapado dentro del ciclo de la vida misma y, por lo tanto, incapaz de acceder a esa revelación a través de la cual aparece algo parecido a un mundo. Desde esta perspectiva, insistir en la necesidad de ajustarse incesantemente al entorno, como lo hace el discurso contemporáneo del aprendizaje, es una deserción de la tarea genuinamente humana de ser-en-el-mundo y de formar-el-mundo y significa consignarse a un cautiverio no relacional que está muy lejos de lo que es la educación. Mediante la movilización de frases supuestamente entusiastas, el discurso contemporáneo del aprendizaje puede dar la impresión de que su énfasis en ser aprendices que nunca dejan de aprender (aprender) apunta a la tarea más actual y empoderadora de los escenarios contemporáneos; sin embargo, lo que en realidad se realiza es un dramático empobrecimiento (de hecho: una perversión) de nuestra comprensión de la educación y su inflexión hacia la lógica de la mera supervivencia. Que esta lógica es funcional al sometimiento de la tarea educativa a las exigencias del mercado, que impone una constante «recalificación» de las personas (condenadas a una condición de flexibilidad), apenas necesita ser especificado.

Gert Biesta ha captado esta serie de cuestiones y ha indicado la profunda traición de cualquier comprensión genuinamente educativa de la educación dentro del discurso contemporáneo al hablar de un paradigma predominante de aprendizaje como adaptación inteligente. Su inadecuación para expresar la tarea de la educación, como algo que aborda cuestiones de contenido, relación y propósito (Biesta, 2006, 2010, 2014), se instala en el hecho de que la adaptación inteligente puede ser realizada también por un robot aspirador:

A nivel de comportamiento, el aprendizaje se refiere a las formas en que los organismos o sistemas se ajustan a las condiciones cambiantes del entorno y a las formas en que los organismos o sistemas cambian como resultado de ello. [...] Un buen [...] ejemplo de un sistema adaptativo inteligente de este tipo es el robot aspirador (Biesta, 2017b, p. 424).

Este punto de vista tiene dos carencias principalmente:

La primera es que los sistemas adaptativos inteligentes, ya sean orgánicos o anorgánicos, son capaces de adaptarse inteligentemente a las condiciones cambiantes del entorno (y en el proceso adquieren actitudes, habilidades y conocimientos), pero la pregunta que no pueden hacerse a sí mismos es la de si vale la pena adaptarse al entorno en el que se encuentran [...]. La segunda es que los sistemas adaptativos inteligentes son incapaces de recibir. En otras palabras, no se les puede hablar, no se les puede dirigir la palabra, lo que significa también que no se les puede enseñar. Lo único que pueden hacer es (intentar) adaptarse a lo que encuentran (Ibíd., pp. 425-426).

Así, se pueden y deben distinguir dos «posiciones de sujeto»: la primera es la que surge dentro del paradigma de la adaptación inteligente y del discurso dominante del aprendizaje; podemos llamarla «posición de sujeto de aprendizaje»

donde el sujeto existe ante el mundo, tanto temporal como espacialmente, y donde el mundo, natural y social, aparece como objeto para los actos de significación del sujeto. Las preguntas centrales son ‘¿Cómo puedo entender esto?’ y ‘¿Cómo puedo darle sentido?’ La posición de sujeto que está en juego en la lógica del aprendizaje, en otras palabras, es la de la comprensión, la de captar literalmente el mundo en su totalidad (Ibíd., p. 427).

Por su enfoque en los actos individuales de significación, Biesta la define como «hermenéutica» y «egológica»: lo que está en juego en ella es la capacidad del sujeto para dar sentido al mundo, que es, por tanto, solo un objeto para las operaciones cognitivas del individuo que construye y reconstruye sus propias perspectivas y esquemas de significado, en un incesante trabajo de reconstrucción de sus marcos interpretativos para sintonizar constantemente con los nuevos retos emergentes.

Es la mirada típica de las pedagogías constructivistas, una suerte de koiné educativa de las últimas décadas (Corbi & Oliverio, 2013) que, en su esfuerzo por desmontar las prácticas educativas tradicionales y reivindicar la agencia epistémica de los educandos, han impuesto la metáfora de la construcción del conocimiento como horizonte ineludible para entender lo que sucede y es valioso en la educación. De esta manera, no reconocen la pasibilidad constitutiva (Roth, 2011) sin la cual no es posible el aprendizaje de lo radicalmente nuevo, es decir, lo que excede los marcos del sujeto. Como sostiene Roth, en su problematización sistemática de la metáfora constructivista, «la [v]ulnerabilidad precede al conocimiento» (p. 18; énfasis en el original) y esto significa abandonar la visión constructivista del sujeto:

[L]a metáfora constructivista nos centra únicamente en los aspectos transitivos del aprendizaje y el conocimiento, es decir, en el papel de la persona como sujeto de la actividad. Sin embargo, la lengua inglesa también nos permite tematizar el lado inverso de la actividad, la pasividad: el sujeto de la actividad (inherentemente colectiva) también está sujeto y se somete a la actividad colectiva. [...] La pasividad es la experiencia originaria, que no solo permite el albedrío, sino que lo acompaña [...] (p. 19; énfasis en el original).

Este énfasis en «ser expuesto» o «ser abordado por» resuena con la segunda posición de sujeto de Biesta (2017b, p. 427), en la que «[s]urge una pregunta diferente, un gesto diferente, podríamos decir, [...] que se centra en la pregunta ‘¿Qué me está pidiendo esto?’; una pregunta que se refiere a lo que llega al sujeto, por así decirlo.» Se trata de una comprensión existencial de la posición del sujeto y la única que nos permite reconocer el carácter constitutivamente relacional de la educación. Para aclarar este punto, conviene destacar la distinción entre «aprender de» y «ser enseñado por», que corresponde a las dos posiciones de sujeto esbozadas. La primera niega fundamentalmente cualquier relación genuina, en la medida en que

[c]uando los alumnos aprenden de su profesor, podríamos decir que utilizan a sus profesores como un recurso, como un libro o como internet. Además, cuando aprenden de sus profesores, introducen a sus profesores y lo que estos hacen o dicen en su propio círculo de comprensión, en su propia construcción. Esto significa que básicamente tienen el control de lo que aprenden de sus profesores (Biesta, 2014, p. 53; énfasis en el original).

En cambio, «ser enseñado por» es ser «tocado» por algo que es otro y que no puede reducirse al propio circuito egológico, sino que necesita ser encontrado, acogiendo la oferta que se recibe. A través de esta dinámica, que no consiste meramente en el constante retejido de la propia red de creencias y significados (como en las pedagogías constructivistas), sino que consiste en la exposición a lo que es exorbitante en comparación con los propios marcos interpretativos, el encapsulamiento en la propia órbita individual estalla y lo radicalmente nuevo puede irrumpir y, por lo tanto, llegamos a existir como sujetos, es decir, a estar «en un ‘estado de diálogo’ con lo que es otro y con quien es otro» (Biesta, 2017a, p. 3).

En este horizonte, existir como sujeto no es un rasgo o posesión del individuo: si lo entendiésemos así, lo reduciríamos a un «objeto» y recaeríamos en la perspectiva de tercera persona de gran parte de la teoría educativa contemporánea, en ese discurso de la verdad objetiva que una postura existencial pretende abandonar y, casi imperceptiblemente, volveríamos a abrir la puerta al vocabulario de las habilidades, las competencias, etc. De este modo, movilizando, vía Benner (2015, esp. pp. 82 y ss.), una noción de la tradición pedagógica alemana, Biesta habla más bien de una Aufforderung zur Sebsttätigkeit:

‘Aufforderung’ no se trata del cultivo de un objeto [...] sino que puede entenderse mejor como una convocatoria, como un estímulo, podríamos decir, que habla al niño o al joven como sujeto. ‘Selbsttätigkeit’, que significa literalmente ‘acción propia’, no es el requerimiento de ser activo, sino de (llegar a) ser autoactivo. En un lenguaje más cotidiano, no se trata de llegar a ser uno mismo, y sobre todo no se trata de ‘ser uno mismo’ en el sentido simplista de hacer simplemente lo que se quiere hacer, sino de ser un yo, ser un sujeto de la propia vida (Biesta, 2020, p. 94. Énfasis en el original).

A la luz de estas ideas, hay que entender la introducción de la noción de educación como subjetivación, a diferencia de la cualificación y la socialización (Biesta, 2006, 2010, 2020), como referida exclusivamente a la segunda posición del sujeto, la existencial. De hecho, no es descabellado decir que el término «sujeto» es adecuado solo para la comprensión existencial, mientras que, como se ha dicho, en el caso de la primera posición tenemos más bien que ver con el individuo, aislado en sus propios procesos de aprendizaje y construcción del conocimiento, y no con una genuina condición de sujeto. La educación como subjetivación no es una cuestión de identidad:

[L]a identidad se refiere a la cuestión de quién soy, tanto en lo que me identifico como en la forma en que puedo ser identificado por los demás y por mí mismo. Sin embargo, la cuestión de la condición de sujeto no es la cuestión de quién soy, sino la cuestión de cómo soy, es decir, la cuestión de cómo existo, cómo intento llevar mi vida, cómo intento responder y comprometerme con lo que encuentro en mi vida. Por lo tanto, incluye la cuestión de qué voy a ‘hacer’ con mi identidad (y con todo lo que he aprendido, mis capacidades y competencias, pero también mis puntos ciegos, mis incapacidades e incompetencias) en cualquier situación dada, especialmente en aquellas situaciones en las que se me reclama o, por decirlo de otro modo, en las que se reclama mi ‘yo’ (Biesta, 2020, p. 99; énfasis en el original).

La subjetivación es una cuestión totalmente existencial, que tiene que ver con nuestra existencia como sujetos en y con el mundo y no simplemente con la adaptación constante a entornos cambiantes.

Reivindicar la educación en clave existencial y apelar a la idea de subjetivación de la forma mencionada no representa, por tanto, tanto la recuperación de las cuestiones de una escuela filosófica (el existencialismo) como el esfuerzo por elaborar herramientas conceptuales para contrastar la deriva de la aprendificación y su posición de «sujeto» (cómplice de una visión egológica e individualista y, por tanto, contraria a una perspectiva genuinamente educativa, que no puede sino ser relacional). Además, implica una comprensión profundamente diferente de las cuestiones de la libertad, la elección y la responsabilidad, que deben ser redimidas de la desfiguración económica operada por el discurso contemporáneo del aprendizaje. Uno de los puntos fuertes de este último es su poder para apropiarse de importantes nociones de la educación progresista (como el acento en la libertad, la elección y la responsabilidad) y doblegarlas a una agenda político-educativa completamente opuesta; por el contrario, el «neoexistencialismo» (si queremos ceñirnos a esta etiqueta posiblemente engañosa) nos ofrece una perspectiva que, en su distinción intransigente y rigurosa de cualquier vocabulario de identidad, personalidad, etc., promete resistir esta colonización hegemónica y mantener un espacio para pensar y practicar la educación sobre sus propios principios.

Al mismo tiempo, se puede argumentar que este resultado se liquida en términos de una idea de condición de sujeto que excluye cualquier visión existencial de nuestros esfuerzos por comprender y dar sentido al mundo: ¿están estos condenados en última instancia a caer presa de la deriva de la aprendificación? ¿No podemos concebir formas de comprensión que, lejos de alejarnos de la existencia como sujetos, sean manifestaciones de esta existencia? ¿Es la idea misma del aprendizaje existencial una contradictio in adjecto? Al abrir un abismo entre la cualificación y la socialización, por un lado, y la subjetivación, por otro, siendo la primera el dominio del paradigma del cultivo de la identidad, y la segunda refiriéndose al paradigma del yo como sujeto, ¿no corremos el riesgo de relegar la cualificación y la socialización al despliegue de las pedagogías no existenciales? Por muy importante y crucial que sea la noción de una «pedagogía de la interrupción» (Biesta, 2006, 2010), ¿la educación existencial solo se consigue en esta suspensión? ¿O podemos pensar en manifestaciones de la educación existencial que se comprometan con los significados culturales?

Para abordar estas cuestiones me referiré a otra inflexión de la recuperación contemporánea de los motivos existenciales, en la que me centraré en el siguiente apartado.

4. Un enfoque existencial del aprendizaje liberal

Hasta ahora, he subrayado la importancia del impulso existencial en la teoría educativa para oponerse a la aprendificación dominante, interpretada esta como la sustitución del discurso del aprendizaje por el de la educación, con la consiguiente ofuscación de importantes facetas del prisma educativo. Al mismo tiempo, he especificado que el «aprendizaje» ha de tomarse en última instancia como un fenómeno biológico, ligado a la lógica de la vida misma, y como un proceso perteneciente a la adaptación inteligente. ¿Y si consideramos, en cambio, el aprendizaje como

un compromiso autoconsciente [que] no es una reacción inducida a una presión ambiental fortuita, sino una tarea autoimpuesta inspirada por las insinuaciones de lo que hay que aprender (es decir, por la conciencia de nuestra propia ignorancia) y por el deseo de comprender (Oakeshott, 2002, p. 7)?

Como defensor de la educación liberal, Michael Oakeshott ha insistido en el hecho de que «[un] ser humano [...] es en sí mismo lo que es para sí mismo» (p. 4; énfasis en el original) y que

«[l]a inseparabilidad del aprendizaje y el ser humano es fundamental para nuestra comprensión de nosotros mismos. Significa que lo que caracteriza a un hombre es lo que realmente ha aprendido a percibir, a pensar y a hacer, y que las diferencias importantes entre los seres humanos son diferencias respecto a lo que realmente han aprendido. [...] En resumen, esta conexión entre el aprendizaje y el ser humano significa que cada hombre es su propia ‘historia’ autoactuada; y la expresión ‘naturaleza humana’ solo representa nuestro compromiso común e ineludible: llegar a ser mediante el aprendizaje» (p. 6).

En esta perspectiva, el aprendizaje no se interpreta como el proceso de adaptación inteligente a entornos siempre cambiantes, sino como un «compromiso de autocomprensión crítica en el que nos relacionamos [...] con la continua aventura intelectual en la que los seres humanos han buscado identificarse y comprenderse a sí mismos» (Ibíd., p. 13). Este tipo de aprendizaje (el aprendizaje liberal, como lo llama Oakeshott, ciñéndose a una venerable tradición) consiste en «aprender a responder a las invitaciones de las grandes aventuras intelectuales en las que los seres humanos han llegado a desplegar sus diversas comprensiones del mundo y de sí mismos» (p. 22). Es importante no malinterpretar este punto de vista: Oakeshott no puede alinearse simplemente con el énfasis contemporáneo en el papel estratégico de la transmisión y la herencia cultural, reivindicado con fuerza especialmente en el contexto francés (véase Blais, Gauchet y Ottavi, 2014; Bellamy, 2015)[2]. También en Oakeshott hay obviamente un acento en el papel central de la cultura, pero advierte explícitamente sobre el riesgo de equiparar simplemente el aprendizaje liberal con la adquisición de algún contenido cultural y formula su perspectiva utilizando un vocabulario cuasi-existencial, hablando de «una invitación a encontrar aventuras particulares en la autocomprensión humana» (Oakeshott, 2001, p. 17): en la palabra «invitación» podemos oír resonar la idea mencionada anteriormente de una Aufforderung, mientras que la noción de «encuentro» es fundamental en el existencialismo pedagógico desde Bollnow (2014a, esp. pp. 88 y ss.) hasta los «neoexistencialistas».

En la versión radical de la educación existencial enmarcada por Biesta, tal y como lo leo, esto no representaría un verdadero cambio de escenario: tendríamos que lidiar, en todo caso, con actos de significación y una actitud hermenéutica, que en última instancia podrían acabar alimentando esas tendencias indeseables que ocultan la genuina tarea de la educación, a saber, la de «suscitar en otro ser humano el deseo de querer existir en el mundo de forma adulta» (Biesta, 2017a, p. 4). En otras palabras, a pesar del vocabulario cuasi-existencial y de la clara distinción con respecto a un simple acento en la transmisión cultural, la perspectiva oakeshottiana del aprendizaje liberal se mantendría en el nivel de la socialización y se vincularía con el paradigma de la identidad, sin acceder a la dimensión de la condición de sujeto y la subjetivación. Por lo tanto, es necesario recurrir a otra visión de la educación existencial, si queremos valorizar estas ideas oakeshottianas a través de una lente existencialista.

Ha sido mérito de René Arcilla emprender una reproposición de la idea de aprendizaje liberal, abordándola a la luz de las cuestiones educativas contemporáneas. Es imposible repasar aquí su complejo dispositivo conceptual, que fusiona una ingeniosa lectura de los postulados de Oakeshott, la valorización del existencialismo y la elaboración inventiva del significado pedagógico de las obras del modernismo en el arte[3]. Por tanto, me limitaré a señalar algunos elementos, que culminan en la noción de aprendizaje existencial y, más particularmente, en la idea de que «[u]na cosa que estimula y nutre el aprendizaje existencial [...] es la pedagogía modernista» (Arcilla, 2010, p. 10). En el resto de este apartado, al manipular dramáticamente la argumentación de Arcilla, proporcionaré las coordenadas para resaltar el significado de esta última cita y explicar qué quiere decir con «aprendizaje existencial» y por qué invoca una «pedagogía modernista»

Para empezar, el esfuerzo de Arcilla parte de interpretar el aprendizaje liberal oakeshottiano como una forma de autoexamen radical que se ve amenazada por los medios de comunicación de masas dominantes: «[L]o que estimula este aprendizaje es el cuestionamiento radical de nuestros supuestos más profundos, y este cuestionamiento puede verse obstaculizado por la propia tecnología de los medios de comunicación de masas, incluida la World Wide Web» (Arcilla, 2002, p. 457). La razón es que los medios de comunicación de masas tienden a retroceder hasta la invisibilidad, a distraer nuestra atención de su propio funcionamiento y a convertir el mundo en imágenes y en una especie de espectáculo, colocando así al usuario en una posición de simple consumidor y espectador, que se deja cautivar por lo que aparece a través del medio. Adoptando el vocabulario introducido en el apartado anterior, podemos reformular la afirmación de Arcilla diciendo que los medios de comunicación de masas crean una especie de entorno en el que uno queda torpemente cautivado y el mundo se disuelve en un flujo de imágenes y sonidos, que están «calculados para provocar reacciones automáticas e irreflexivas» (p. 462). El movimiento interpretativo clave de Arcilla es el de leer la obstrucción que los medios de comunicación de masas corren el riesgo de causar al autoexamen en términos del debate sobre el modernismo del arte y, en particular, de la idea de que el modernismo fue una respuesta al auge del kitsch: este último también gira sobre la inmediatez del medio, mientras que el arte modernista «hace hincapié en el proceso, que requiere tiempo para pensar»(Ídem), llamando la atención sobre el medio y, por lo tanto, llamando a la reflexión crítica. En este sentido, la oposición «entre una experiencia de vívida inmediatez, y una de intimación de un medio» (Ídem), que Arcilla recoge del teórico más influyente del modernismo artístico, se infiere a partir de la existente entre el absentismo inducido por los medios de comunicación y el tipo de autoexamen al que equivale el aprendizaje liberal. Y, en consecuencia, la pedagogía modernista (es decir, una pedagogía que gira en torno al estudio y la exposición de las obras modernistas) se considera fundamental para mantener vivo el proyecto de aprendizaje liberal. El modernismo es una especie de mediatización [mediumism] y, por decirlo con un vocabulario oakeshottiano-heideggeriano, las obras de arte modernistas se recomiendan como una aventura privilegiada de autocomprensión humana, respondiendo a cuya invitación podemos contrarrestar el absentismo y el cautiverio tórpido de la cultura mediática de masas.

Esta trayectoria argumentativa se desarrolla aún más al interpretar el aprendizaje liberal oakeshottiano como aprendizaje existencial[4], siendo esta última frase

el nombre de cómo nos responsabilizamos del hecho de que existir es ser cuestionado y de que el aprendizaje que responde a esta condición no es algo que realizamos para lograr un fin (una práctica instrumental) sino la forma en que somos nosotros mismos. Indicaría una necesidad natural que exige un mejor reconocimiento por nuestras instituciones educativas, uno que la cultura modernista puede abordar (Arcilla, 2010, p. 15).

El aprendizaje liberal como aventura en la autocomprensión es fundamentalmente un aprendizaje existencial porque no se ocupa de situaciones problemáticas a las que hay que hacer frente con soluciones inteligentes (según lo que Biesta llamaría «adaptación inteligente»), sino que aborda la existencia cuestionable o, más exactamente, es la experiencia de ser abordado por la existencia como ineludiblemente cuestionable: «En lugar de intentar resolver inmediatamente el problema, habría que detenerse a ver en él un reflejo de la naturaleza cuestionable de todo lo que es» (Ibíd., p. 29).

Cabe hacer dos comentarios: en primer lugar, aunque Arcilla no lo tematiza explícitamente, el énfasis en la oposición entre lo meramente problemático (y, en consecuencia, susceptible de un tratamiento instrumental y una solución) y lo cuestionable (= que revela en última instancia la falta de fundamento de la existencia y, por lo tanto, nos cuestiona y apela a un compromiso existencial) va en contra de una de las principales cuestiones de la educación contemporánea, modelada según el paradigma del aprendizaje permanente, entendido como una manifestación de la lógica de la vida misma. Como Thomas Popkewitz (2008) argumenta enérgicamente:

[l]a resolución de problemas es una historia de salvación particular que considera que la vida es una serie de caminos racionalmente ordenados para encontrar soluciones que nunca está completa y que siempre aplaza el presente al futuro. [...] El niño reformado en aprendiz de por vida [sic] vive en un curso continuo de responsabilidad personal y autogestión de sus riesgos y elecciones; la vida se piensa ahora en segmentos de tiempo en los que se requieren acciones rápidas para hacer frente a los desafíos de las nuevas condiciones y en los que nada parece sólido o estable (pp. 118-119).

Cabe destacar que las pedagogías orientadas a la resolución de problemas operan una transformación de temáticas típicamente existenciales (elección, responsabilidad y riesgo) en algo manejable a través de una racionalidad calculadora y, así, desactivan la «cuestionabilidad» de la existencia y convierten a los sujetos en sistemas inteligentes adaptativos. En cambio, Arcilla aboga por una pedagogía que nos permita exponernos a lo cuestionable (implicándonos así en una aventura de autocomprensión radical) y sostiene que el modernismo como mediatización [mediumism] ofrece el mejor punto de entrada a esta tarea.

En segundo lugar, el modernismo puede desempeñar esta función pedagógica de promover el aprendizaje existencial porque en el modernismo el medio es un lugar de extrañamiento y, por lo tanto, opera de manera muy parecida a la conciencia en la comprensión de Sartre (1996, pp. 37 y ss.). Vale la pena citar a Arcilla (2010) con cierta extensión:

El medio modernista, marcado por la negación, como nuestra conciencia en general, generada por la ‘nihilización’, revela la escena ineludiblemente cuestionable del aprendizaje existencial. [...] Un medio modernista se parece a la conciencia en que en ambos aparecen objetos que se refieren específicamente a lo que no son. El objeto de la conciencia no es un montón de cosas, pero específicamente no es la conciencia de ello. Del mismo modo, el objeto en el medio modernista no es, independientemente de lo que no sea, lo que convencionalmente significa. En el segundo caso, el medio niega la significación tradicional; en el primero, la conciencia niega su objeto. En consecuencia, el significante que no es lo significado, en este medio, sería un significante del objeto que no es conciencia de él, y que llama la atención y refleja esa conciencia: mi conciencia, yo. Llamar a una obra modernista [...] es reconocer que esa obra recoge mi existencia consciente en el mundo (pp. 29 y 42).

La fuerza del extrañamiento experimentado en el encuentro con las obras modernistas desvela la extrañeza fundamental de la existencia, el hecho de que existimos en última instancia como extranjeros en el mundo, que se dirige a nosotros como algo cuestionable y no como un mero conjunto de problemas a resolver o de estímulos ambientales que desencadenan reacciones. En contraste con la narrativa de salvación del discurso de la sociedad de aprendizaje y con su énfasis en la posibilidad de la gestión de uno mismo y del mundo, estamos así consignados a la conciencia «de lo profundamente incierta, así como de lo ajena que es la existencia» (Ibíd., p. 43). Sin embargo, es precisamente a través de esta experiencia de extrañamiento que nos convertimos en sujetos, nacemos como sujetos y no como meros sistemas inteligentes adaptativos, y respondemos a una invitación de autocomprensión y autoexamen que no se reduce a un simple aprendizaje instrumental de cómo hacer frente a situaciones siempre cambiantes.

Hasta ahora, se ha hecho hincapié en cómo

[a]l llamar la atención sobre el medio de una obra de representación artística y, por extensión, sobre el medio de nuestra conciencia misma, sobre nuestra conciencia, las obras modernistas nos recuerdan la dimensión ajena y cuestionable, sin nombre, de nosotros mismos. Debajo de todo lo que hemos asumido, incluyendo nuestras propias identidades, está nuestra más profunda extrañeza (Ibíd., p. 12).

La mediatización [mediumism], en su inflexión pedagógica, sirve así de llamada de atención sobre la mentalidad presente contra el poder narcótico de la industria del entretenimiento, que nos distrae de la conciencia de nuestra condición existencial.

Sin embargo, no solo existe este papel «negativo» del modernismo, sino que Arcilla avala también una visión afirmativa de la mediatización [mediumism], en la medida en que, atrayéndonos a la consideración de los medios artísticos y de su materialidad, nos invita a una «aceptación de la materia en el sentido más amplio [y por tanto] de la oferta milagrosa de la existencia [que] implicaría una afirmación de esa oferta, y una cierta comprensión de lo que hay en ella para amar» (Ibíd., p. 59)[5]. La materia ya no es una mera obviedad en la aceptación epistemológica del mundo, sino que es un don, un regalo, algo que se recibe, abriendo así la dimensión de una relación con el otro y con el Presente, entendido como lo que existe aquí y ahora «como acontecimiento de ofrenda» (p. 60). Desde esta perspectiva, el reconocimiento de nuestra condición de extraños existenciales es un primer paso para aceptar y celebrar el Presente y amar el milagro de la existencia: la lucha contra el absentismo infligido por los medios de comunicación de masas a través de una pedagogía modernista/»mediatizada» [mediumist] consiste, por tanto, no solo en la promoción de una actitud crítica y en el reconocimiento de nuestra condición de extraños (lo que nos impide aceptar la inmediatez clorofórmica otorgada por los medios de comunicación de masas), sino también en el redescubrimiento del presente y el cultivo de una mentalidad presente [presentmindedness] hacia el mundo.

Si se interpreta con el telón de fondo de la línea de Bollnow, este modelo de neoexistencialismo contemporáneo parece divergir al menos en dos aspectos: en primer lugar, no se centra en las «formas discontinuas de educación», sino que se esfuerza, a través de una recontextualización del aprendizaje liberal oakeshottiano, en esbozar un tipo de pedagogía (modernista/mediática - mediumist) que puede (y quizás deba) materializarse en prácticas educativas continuas (no solo en entornos formales sino también no formales[6]). En el dispositivo conceptual del aprendizaje existencial, tal como sugiero interpretarlo, el elemento crítico que pertenece al existencialismo pedagógico según Bollnow reside menos en una atención a los momentos de ruptura existencial que en un llamamiento a cultivar una actitud de autoexamen contra los efectos adormecedores y tórpidos de la cultura mediática de masas predominante y la postura consumista que favorece también a nivel intelectual.

En segundo lugar, manteniendo así el carácter crítico-extraño de una postura existencialista, el aprendizaje existencial no insiste solo en nuestra experiencia de desconocimiento del mundo (es decir, de nuestro carácter de extranjeros y forasteros), sino que culmina en una reconstrucción de nuestro diálogo con el mundo, interpretado como algo que se dirige a nosotros y nos encuentra afirmativamente. En este sentido, mientras que Bollnow tiende a mantener separados el reconocimiento de los temas existencialistas y la recuperación de una nueva Geborgenheit, el aprendizaje existencial como resultado de una pedagogía mediática [mediumist] los entrelaza entre sí como dos caras de un mismo esfuerzo, derivado del cambio del énfasis en la resolución de problemas a la apertura a la cuestionabilidad de la existencia.

5. Observaciones finales: la aventura de la educación

Lo que he pretendido en este artículo es una reconstrucción interpretativa de algunos motivos existencialistas en la teoría educativa contemporánea, que culminan en la «modelización» de dos visiones alternativas: la subjetivación y el aprendizaje existencial. El mío ha sido menos un movimiento exegético que teórico: en este sentido, no puedo haber hecho justicia a la riqueza de ideas de los autores en los que me he basado, limitándome a destilar dos opciones educativas y mostrando su actualidad.

Ciertamente, hay áreas de coincidencia y puntos en común: la lucha mediática [mediumist] contra la sociedad de consumo resuena con la explicitación de la tarea educativa (entendida como subjetivación) en términos de contraposición a la «sociedad de los impulsos»[7]. Aunque a través de diferentes estrategias argumentativas, ambos modelos airean los recelos acerca de las implicaciones educativas del discurso identitario dominante. Y, por último, ambos llaman la atención sobre la estrechez de miras de una comprensión de la educación a la luz de la idea del cultivo de habilidades para la resolución de problemas o la adaptación inteligente.

A pesar de estos puntos compartidos, no debemos ignorar las diferencias relevantes. Si nos centramos en las fuentes filosóficas que sustentan las dos visiones alternativas, podríamos aventurarnos a decir que la distinción reside en última instancia en el contraste entre Lévinas y Sartre[8], entre un pensamiento intransigente de la trascendencia del Otro y una filosofía del yo como libertad, entre la prioridad de la responsabilidad a la libertad del yo y la primacía del poder nihilador de la conciencia sobre el que gira también la responsabilidad y, en definitiva, entre dos visiones de la libertad: por un lado, tenemos

una noción «difícil» de la libertad, en la que mi libertad para actuar, es decir, para traer mis comienzos al mundo, está siempre conectada con la libertad de los demás para tomar la iniciativa, para traer también sus comienzos al mundo, de modo que la imposibilidad de seguir siendo «dueños únicos» de lo que hacemos [...] es la condición misma bajo la cual nuestros comienzos pueden venir al mundo. Por eso, la noción de ‘subjetivación’ es más apropiada que una noción como la de ‘individuación’, porque expresa que no solo somos el sujeto de nuestros propios comienzos, sino que también estamos sujetos a cómo los demás asumen esos comienzos. La ‘subjetivación’ articula así que el ser y el llegar a ser un sujeto son completamente relacionales [...] (Biesta, 2010, p. 129);

por otro, una visión que hace hincapié en la libertad de comprender (más que de actuar), en la que la relación de uno con el otro está conectada, en última instancia, con una pertenencia común a una comunidad de conversación en la que la propia autocomprensión se pone constantemente a prueba. Esta perspectiva oakeshottiana del aprendizaje liberal se radicaliza y se transforma en un «aprendizaje existencial», al subrayar que el mundo no es un mero polo de nuestros actos de comprensión, sino algo que, a través de su cuestionabilidad, se dirige a nosotros y reclama nuestra comprensión; y, sin embargo, la concepción mediática [mediumist] preserva la primacía del yo y la libertad como poder primordial de comprensión.

Las distinciones aquí esbozadas reverberan, como ya se ha dicho, en el plano pedagógico: por un lado, el modelo de subjetivación da lugar a una pedagogía de la interrupción (Biesta, 2006, 2010), que suspende el orden normal de las comunidades racionales que son fundamentalmente nuestras instituciones y entornos educativos; pretende mantener abierta la posibilidad de «una cualidad particular y ‘denominativa’ de los espacios y lugares en los que los ‘recién llegados’ pueden hacerse presentes» (Biesta, 2010, p. 91) y pueden ser «señalados» en su singularidad (ética) como insustituibles; por otro lado, la pedagogía modernista da un giro específico a la apelación contemporánea a la recuperación de la significación de las humanidades[9] identificando un determinado canon de obras que puede permitirnos renovar nuestros esfuerzos de aprendizaje liberal, al tiempo que los recontextualiza a los nuevos retos emergentes y los orienta a la promoción de un aprendizaje que no es la mera familiarización con unos contenidos culturales, sino la aventura (posiblemente inquietante) de la cuestionabilidad de nuestra condición.

Al insistir en su carácter alternativo, he querido evitar confusiones fáciles. Sin embargo, esto no excluye la posibilidad de que ambos modelos puedan (y quizás deban) desplegarse en los escenarios contemporáneos para contrarrestar la invasión del capital humano en la educación: por un lado, la distinción tajante de la tarea de subjetivación de las de cualificación y socialización articula un vocabulario en la teoría educativa que nos hace sensibles, como docentes y educadores, a las diferentes dimensiones de la tarea educativa y nos permite tener claro que un propósito fundamental de nuestro compromiso educativo debe dirigirse a crear la condición para que los sujetos se hagan presentes en su singularidad, siendo conscientes de que esto seguirá siendo siempre un acontecimiento sobre el que no podemos pretender ningún tipo de control; por otro lado, las aventuras de la autocomprensión no tienen por qué seguir siendo solo el dominio de la socialización y, más concretamente, de la transmisión cultural, como si esta representase per se una salida del predicamento contemporáneo; tampoco deben considerarse como un mero ejercicio de enfoque egológico, en la acepción despectiva de la palabra, sino que pueden convertirse (adoptando y adaptando una contundente frase Kierkegaardiana (1983) en «el curso que el individuo recorre para ponerse al día consigo mismo [sic]» (p. 46). Así, desvelamos el carácter ajeno y cuestionable de nuestra existencia y experimentamos el mundo como si se dirigiera a nosotros, contrastando así los intentos de convertirnos solo en solucionadores de problemas y productores/consumidores eficientes. En este sentido, las pedagogías mediáticas [mediumist] ofrecen una forma prometedora de evitar tanto el Escila de una visión enquistada o retrógrada del canon (sin negar el valor de la educación liberal) como el Caribdis de las alfabetizaciones de la OCDE.

Erwin Terhart (2018) da en el clavo cuando advierte sobre «la incompatibilidad estructural entre una visión existencialista de las aulas y del trabajo de los profesores, por un lado, y el carácter del sistema escolar moderno como una ‘jaula de hierro’, por otro» (p. 488). Y, sin embargo, un impulso existencialista puede ser necesario si la tarea educativa debe ser algo más que un componente de la cadena de montaje de la producción social. En este sentido, sin negar las diferencias en las que he insistido repetidamente, es posible volver a comprender, a través de una interpretación posiblemente idiosincrásica, ambos modelos dentro de una aspiración global, enfatizando la idea de la educación como «aventura»: ya sea en los términos oakeshottianos de aventuras de autocomprensión o, a través de un ejercicio de etimología, como la apertura a lo que/quien está por venir, una visión existencial de la educación como aventura nos invita a no eludir la posibilidad de un encuentro con lo imprevisible y a preservar los espacios en los que esta posibilidad podría hacerse realidad.

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[1]. No hace falta especificar que la idea de Saeverot (y más en general de una comprensión existencial de la educación) se malinterpretaría si la referencia a la verdad subjetiva se interpretase como un signo de individualismo. Como se argumentará en el apartado 3, el individualismo es típico de la aprendificación y de su discurso de identidad (= ser uno mismo), mientras que lo que está en juego en la educación existencial es el discurso de ser un yo y, por tanto, una invitación a la subjetivación.

[2]. Para un reconocimiento de la importancia de la transmisión cultural, defendida, sin embargo, en líneas parcialmente diferentes, véase Oliverio (2015).

[3]. El modernismo es un término que engloba una serie de movimientos y tendencias artísticas de las primeras décadas del siglo XX. Supuso una reacción contra algunos principios clave del arte académico y conservador (como la representación realista de los sujetos), en la medida en que se los había apropiado la cultura de masas, y promovió, en cambio, la experimentación con los aspectos formales de la obra (en el caso de la pintura: formas, colores, líneas, etc.). Aunque asumía una actitud vanguardista, el modernismo no se oponía a los grandes logros de la historia del arte per se, sino solo a su trivialización, propiciada por la cultura burguesa. En este sentido, el trabajo sobre los aspectos formales representaba, en cambio, el esfuerzo por redescubrir la esencia misma de lo que constituye el arte. Como dice Arcilla (2010, p. 4), «[l]a idea de modernismo que me atrae heredar es quizá la más común: la basada en el énfasis en el medio. El medio de un arte consiste en un conjunto de materiales, instrumentos, técnicas y formas regulares. El artista los emplea para producir obras reconocibles de ese arte; en este sentido, el medio constituye los medios de producción artística.» Es importante destacar que el modernismo no solo se refiere a las artes visuales, sino también a la literatura y la música. Sin embargo, Arcilla se centra sobre todo en los debates sobre la pintura.

[4]. Debido a las limitaciones de espacio, no puedo detenerme en la forma en que Arcilla (2010, capítulo 2) interpreta los postulados oakeshottianos (y, especialmente, su énfasis en la prioridad de la libertad en el aprendizaje liberal) a través de una lente sartriana.

[5]. Arcilla llega a estas conclusiones a través de un refinado comentario y una apropiación educativa de algunos debates clave de la crítica de arte sobre el modernismo. No puedo entretenerme en reconstruir su argumentación detallada (véanse los capítulos 3 y 4 de su volumen, respectivamente, para los temas de la extrañeza y la mentalidad presente-presentmindedness).

[6]. Cabe destacar que el interés de Arcilla radica especialmente en las prácticas educativas de la sociedad en general y no se limita al ámbito escolar.

[7]. La frase «sociedad de impulsos» de Roberts (2014) y Biesta (2017) se refiere explícitamente a su trabajo. Véase también Brunstad y Oliverio (2019) para un análisis de esta constelación temática.

[8]. En el plano puramente filosófico, este contraste se manifestó especialmente cuando Sartre, en la fase final de su carrera especulativa, pareció realizar una palinodia de sus puntos de vista filosóficos existencialistas y abrazar los de Lévinas hasta el punto de que se puede afirmar que «[el] último Sartre es levinasiano. Lo es de manera evidente, indiscutible y profunda» (Lévy, 2000, p. 747).

[9]. Nussbaum (2010) es un ejemplo influyente de la invocación actual del papel de las humanidades.